martes, 22 de junio de 2010

Pierre et Gilles


El caso más llamativo de dolor esquivado sin descomponerse es, sin duda, el de Saint Sébastien (1987) confiado por los artistas a la belleza adolescente y árabe de Bouabdallah, tan tranquilo y fotogénico el muchacho, con dos flechas clavadas con muy buen gusto y sin hemorragias desagradables en un torso de veras delicioso, con su toallita tapándole lo justo e insinuando protuberancias muy prometedoras, con los brazos alzados con ese peculiar estilo que a los muy jóvenes les conceden los suaves ejercicios de gimnasio, con las muñecas atadas con una guirnalda de capullos de rosas a un tronco con aspecto de estar cuidadosamente desinfectado, y, sobre todo, con un rostro delicadísimo y muy dulce, intenso y sensual, jugoso y apetecible, y no, sólo no estropeado, sino incluso favorecido por el martirio. Es un mártir como para tenerlo en casa y tratarlo a cuerpo de rey. Alguien dirá que, como parece demostrado, es un mártir que no existió nunca, sólo una fantasía "gay" extraída del complejo de culpa que, en tantos espíritus sensibles, provoca el síndrome de fraternidad que tanto se favorece y persigue al mismo tiempo en el seno de las comunidades religiosas. Pero eso no significa que la figura de San Sebastián sea un artificio incongruente, una engañifa autocomplaciente y enfermiza: San Sebastián pertenece, más que a nada y a nadie, al dolor y la marginalidad de generaciones de niños sensibles y católicos, y de ese dolor y esa marginalidad nace y se alimenta, y Pierre et Gilles lo que hacen, sirviéndose del rostro aniñado, mullido y cálido de Bouabdallah y de su cuerpo impecable y acogedor, es limpiar el mito de oscuridades lacerantes y ofrecerlo con la placidez y la disponibilidad de un cómplice sentimental y erótico. Para el dolor no hay lugar en ese instante.

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